CAPÍTULO VIII: EL MANÁ

El hambre y la sed (8*1). Un Dios demasiado tolerante con los enemigos de Israel (8*2). Las codornices y el maná (8*3). Un alimento desconocido y despachado con receta (8*4).


EL MANÁ

ÉX. 16,3: Los hijos de Israel decían: ¿Por qué no hemos muerto de mano de Yavé en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan? Nos habéis traído al desierto para matar de hambre a toda esta muchedumbre.

Cuando se inicia la lectura del capítulo dieciséis del Éxodo, el más optimista y soñador de los comentaristas bíblicos, aquel que se hallase feliz y eufórico, disfrutando porque el pueblo elegido se había liberado de la esclavitud que había padecido en Egipto, no tendría más remedio que admitir que se encuentra con un pueblo hebreo, que al contrario de lo que fuera de suponer, el lugar de ir exaltado y rompiendo el aire con cánticos de libertad, se desplaza, al parecer, abatido, sin un rumbo muy definido, y como dice Dt. 8, 15 por un desierto grande e inspirador de temor, tierra árida y sin agua, con serpientes venenosas y escorpiones...

Más que un pueblo que han luchado por su libertad y que ha decidido y conseguido abandonar voluntariamente un país opresor, el relato nos ofrece la imagen de unas gentes expulsadas de sus hogares. Es un pueblo libre; tal vez más libre que antes, pero al mismo tiempo es un gentío que camina sediento, hambriento y desconcertado. Y lo que es peor, con muy escasa o ninguna esperanza para un futuro próximo.

Todo esto nos invita a reconocer una de estas dos realidades: O los hebreos no habían sido un pueblo sometido por los egipcios, o siendo la libertad un bien y un derecho irrenunciables, no es la panacea que todo lo remedia ––tal y como algunos desean pensar, y tal como otros pretenden que los demás piensen––.

En esos primeros versículos del capítulo dieciséis, se puede apreciar que aquellas gentes, al menos algunos de ellos, no eran extremadamente felices. Y como después se ha comprobado, no estaban faltos de razones para recelar del porvenir. La perspectiva de cuarenta años en el desierto; penando con innumerables calamidades; torturados por el hambre y la sed; sufriendo ataques de tribus nómadas; soportando incendios y mordeduras de serpientes; padeciendo una gran derrota militar a manos de los amorreos, y por fin, muriendo uno tras otro todos los individuos de aquella generación, no eran motivos que invitasen a entonar un Te Deum o un Aleluya; como mucho, como mucho, un penitencial Miserere.

Por supuesto, que si estamos hablando de un castigo de su Dios, o si estamos aludiendo a la socorrida teoría de la prueba de fe, entonces la cosa cambia. En ese caso, sabiendo que aquellas penalidades sólo son parte de una "divina cata", hubiera resultado muy comprensible que aquellos emigrantes se desplazasen por el desierto dando brincos, haciendo cabriolas y más contentos que dios.


EL HAMBRE Y LA SED (8*1)


Pero no, eso no es así. La sensación que transmiten los hijos de Israel, cuando en Éx. 16, 4 incluso idealizan la muerte en Egipto, no da la impresión de una gran euforia.

La extenuada muchedumbre, en angustiosas y penosas jornadas, camina con rumbo sur bordeando demasiado lentamente la orilla oriental del golfo de Suez −el brazo del mar Rojo que baña la costa oeste de la península del Sinaí–. Clavan sus ojos en la otra ribera; allí, en aquella nítida línea de costa tras la que duerme el sol, se encuentra la tierra que les ha visto nacer; el país que los ha cobijado, alimentado y protegido durante varios siglos. Su fe y su voluntad están con aquel de quien se dice que es el Dios de sus padres, pero su corazón ha quedado en Egipto. Muchos ya discuten, lamentándose por haber cedido con demasiada facilidad a las presiones de sus amigos y familiares, cuando insistían ensalzando la nueva vida que les aguardaba fuera del país del gran río; en aquel soñado paraíso de sus abuelos donde manaba leche y miel. En estos momentos, empiezan a confundir opciones con imperativos; ni Moisés, ni amigos, ni familiares les han llevado al desierto; ha sido una orden del faraón que no dejaba lugar a dudas −Éx. 12, 31-32: Id, salid de en medio de nosotros;... idos y dejadme.

He señalado que los israelitas, en su éxodo migratorio, deambulan aparentemente sin un rumbo muy preciso, porque esa es la sensación que pueden producir los tres primeros versículos de Éxodo 16. Sin embargo, eso no es así ni mucho menos. Yavé ha trazado un itinerario muy concreto, y esa ruta es la que siguen conducidos por Moisés. Es un camino que va zigzagueando de pozo en pozo y de oasis en oasis, pero que al final les conducirá a un punto concreto de aquellos territorios; un lugar elegido por Yavé para cuidar y alimentar a una considerable muchedumbre durante un año aproximadamente. Y ese lugar no es otro que un paraje que ha llegado hasta nosotros bajo la denominación de la Montaña de Horeb. (Éx. 3, 12)

Ha transcurrido casi un mes desde aquel día en que la Gloria de Yavé, al ayudarles en el mar Rojo, asombró sus ojos, alegró sus corazones y les proporcionó una buena dosis de confianza en Moisés, haciéndoles albergar alguna ilusión respecto a su futuro. Pero ahora nadie sabe dónde está Yavé. Desde que desapareció después de alejarles de los soldados egipcios, no había mostrado su presencia hasta unos pocos días atrás, cuando la carencia de agua fue tan grande que presintieron la muerte. Haciendo un verdadero esfuerzo en su ruta del sur, la muchedumbre había llegado hasta los pozos de Mará, donde, al pretender beber de sus aljibes, se ven obligados a desistir, al comprobar que aquellas aguas eran casi tan salobres como las del propio mar. Había sido entonces cuando nuevamente hizo acto de presencia la gloria de Yavé.

Los hebreos no lo sabían pero la etapa de Mará estaba prevista también desde mucho antes. Claro, que tampoco tenían ni la menor idea de lo que era un aparato potabilizador o depurador de agua. Después de hablar con Moisés, desde aquella inmensa nube de fuego se les proporcionó un objeto que parecía un tronco de madera (Éx. 15, 25), que al ser introducido en el pozo, había convertido aquel insalubre charco de amargas aguas en una deliciosa cisterna donde apagar la sed. Sin embargo, luego, la Gloria de Yavé había desaparecido nuevamente. Ahora nadie sabe dónde está, y muchos se temen que no regresará y, en este momento apenas tienen alimentos, y de nuevo la escasez de agua es más que preocupante.


UN DIOS DEMASIADO TOLERANTE CON LOS ENEMIGOS DE ISRAEL (8*2)


Todo este cúmulo de adversas circunstancias, resulta muy difícil de ser asimilado por un pueblo que acaba de presenciar varias demostraciones del inmenso poder de Yavé. Un poder que ha conseguido que la noche se convirtiese en día; que un intenso viento cálido secara y endureciese un suelo pantanoso y movedizo; que ha contenido a un fuerte contingente de soldados egipcios, y que ha logrado que las salobres aguas procedentes de filtraciones marinas quedasen transformadas en refrescantes aguas dulces. Pero ahora, esa gente empieza a sospechar y a temer que no va a recibir más ayudas, y que ahí ha terminado todo. Y, si como parece, Yavé no piensa hacer nada más por ellos, con mayor motivo dudan que les sea entregada la tierra prometida. Y, si todo esto es difícil de comprender, es todavía más duro de aceptar, porque, aquella muchedumbre intuye, que casi con su sola presencia, Yavé pondría en fuga a los guerrilleros cananeos y filisteos. Pero lo cierto es que muy pocos han entendido que Yavé sabe perfectamente lo que hay que hacer. Para ellos es muy difícil de admitir algo que no les entra en la cabeza: Que su dios jamás va a ponerse de su lado para combatir contra otros pueblos. No comprenden: Que los dioses no ayudan a los buenos contra los malos; que los dioses, ni siquiera ayudan a los malos cuando son más que los buenos; que los dioses, los pobrecitos dioses, no ayudan a nadie.

Pero además ignoran algo que Yavé, que afortunadamente no era un dios, tiene bien presente: Aquel pueblo que había vivido en Egipto muchos años, no tendría capacidad suficiente para defender sus tierras y ciudades, en el supuesto e improbable caso de que él decidiera proporcionárselos. Los hebreos son un pequeño pueblo de pastores y artesanos que ha estado cobijado en Egipto durante varios siglos, y que, aquellos que se han puesto en marcha en ese éxodo, son, sobre todo, hombres de más de cuarenta años, mujeres y niños. Es muy lógico y comprensible que el faraón no permitiera salir a jóvenes en edad de poder adiestrarse en el manejo de las armas. Una cosa es autorizar la salida de hombres maduros, ancianos, mujeres y niños de hasta quince años, y otra muy distinta, desprenderse de hombres aptos para el combate. Pero además sucede, que el pueblo de Israel desconoce casi por completo el arte de la guerra y, precisamente, esa será la causa de la derrota que unos dos años después, sufrirán a manos de los amorreos cerca de Cadesbarne (Dt. 1, 44). Así pues, deben esperar que esos niños, los que han salido con ellos de Egipto (Dt. 1, 39), y los que vayan naciendo en el desierto, se hagan hombres diestros en la lucha para poder iniciar la conquista de la tierra prometida. Y, más que para conquistar la tierra, para saber defenderla y poder mantenerla en su poder. Los hebreos deberán olvidar Egipto, adiestrarse en las armas y esperar muchos años para conseguir el sueño de sus padres: una tierra donde poseer un techo para guarecerse, plantar un olivo y cultivar un viñedo.

Esta realidad me facilita el acceso a una nueva interpretación: Los hebreos no permanecieron durante cuarenta años en el desierto del Sinaí. El cronista, el traductor o el santo inventor de historietas, confundió años con etapas; porque lo que resulta cierto, es que, según consta en Núm. 33, las etapas desde que inician el éxodo en Rameses, hasta que llegan a los llanos de Abarim, en las tierras de Moab, al pie del monte Nebo y muere Moisés, sí que son cuarenta. Cuarenta etapas, no cuarenta años. No desapareció toda una generación tal y como consta en Dt. 1, 35-36, sólo transcurrió el tiempo necesario para que aquellos niños que abandonaron Egipto y los otros que nacieron en el desierto, alcanzasen la plenitud de sus fuerzas físicas, y fuesen adiestrados en el uso de las armas. Esto sucedió en un espacio de tiempo de unos veinte años. Cuando los niños que salieron de Egipto contaban alrededor de los treinta o treinta y cinco años y los primeros nacidos en el Sinaí tenían unos veinte, en ese momento, los hebreos, con enorme decisión, casi con desesperación, se lanzaron a la conquista de los territorios de la margen derecha del río Jordán.

Pero, de todas formas, si consideramos que la lucha dura ya más de tres mil años, tampoco es excesivamente importante que fuesen veinte o fuesen cuarenta los años vividos en el desierto.


LAS CODORNICES Y EL MANÁ (8*3)


La vida, la mera supervivencia en un desierto, es muy dura y arriesgada incluso para la gente que está acostumbrada a vivir en él; cuanto más, al resto de personas. Aunque el pueblo hebreo era eminentemente pastor, lo que en aquella época era casi tanto como decir nómada –al menos, trashumante−, algo que nos permite suponer que disponía de cierta capacidad para sobrevivir con independencia de los lugares por los que pudiera transitar, también debemos tener en cuenta, que había estado albergado desde varios siglos atrás en las tierras de Gosén, donde llevaba una vida casi sedentaria; así, pues, su calidad de vida se había deteriorado en el desierto. Además, a esto debemos añadir que muchas familias habían quedado dolorosamente divididas y desgajadas cuando el faraón no ha consentido la salida de los hijos mayores de quince años. Por estas circunstancias, tendremos que admitir que este panorama realista llega al grado de retrato deprimente que refleja Éx. 16, 3. Pero, sin la menor duda, así estaban las cosas.

En ese momento del viaje, al parecer, el pueblo apenas tiene comida. ¡Normal!, el desierto no es un lugar que destaque por la abundancia de alimentos vegetales. Pero no sólo escasean los alimentos vegetales; en esas áridas estepas de peñascales, la caza es escasa y difícil, y un animal que tenía su hábitat en aquella zona como era el antílope órix, con independencia de su peligrosidad, tampoco resultaba fácil de capturar; y además, para alimentar a los 600.000 infantes, hubieran puesto en peligro de extinción esa especie, provocando el consiguiente y justificado enojo de las sociedades ecologistas. Por otra parte, estaban muy acostumbrados al pan, ya fuera de trigo o de otros cereales, e incluso, en malos tiempos como los que estaban viviendo, pan de harinas de lentejas o de cualquier otra legumbre y, lógicamente, lo echaban de menos.

Sin embargo, y aunque eso es lo que parece dar a entender Éx. 16, 3, no es la comida lo que en realidad les preocupa, puesto que en caso de extrema necesidad tienen el ganado. Lo que de verdad les angustia, según comprobamos en Éx. 17, 1-7, es la dramática escasez de agua. Algo, que por cierto, no es demasiado extraño cuando andas de viaje por un desierto.

Entonces, ¿cómo se entiende que cuando precisan agua, Yavé les proporcione alimento sólido?

Bueno, en realidad, eso no es exactamente así. Yavé no les proporciona sólo alimento sólido; Yavé les suministra, alimento sólido, agua y… y algo más. Y todo esto, porque, tal y como ahora mismo vamos a comprobar, el maná era un alimento bastante especial, abastecido de una forma bastante particular.

Nota: ¿Alguien ve sensato abastecer de alimento a una muchedumbre, esparciendo harina (sémola) por un desierto? ¿Es esa la versión correcta? ¿No sería en forma de bolas de granizo?

Ya veremos. Pero sea como fuere, lo evidente es que aquella gente andaba disgustadilla. Y que, en su desesperación, como siempre ha ocurrido, los hombres buscan un responsable a quien imputar sus desdichas.

“A ver si encima de que me van mal las cosas, voy a ser yo el culpable” (Judas-Rosenberg).

En el caso presente no deben calentarse mucho la sesera. Si hay algún responsable de que ellos se encuentren allí en ese momento, ese es Moisés; por lo tanto, a él interpelan con las palabras reseñadas en Éx. 16, 3.

Moisés, por su parte, sabe que existe mucho descontento en el pueblo; y además, admite que hay fundamento para ello. Pero eso no es óbice para que pregunte a la multitud: ¿Pensáis que yo soy el culpable o acaso estáis pidiendo explicaciones a Yavé?; ¿no es cierto que el faraón y los sacerdotes no os amaban con ternura desde hace muchos años? Además, ya os dije que yo sólo era la boca de Yavé; fuisteis vosotros mismos, junto con los ancianos, quienes consentisteis para que yo negociase con el rey egipcio.

De todas formas, ante el enojoso aspecto de los acontecimientos, y siguiendo las indicaciones que ha recibido, Moisés se pone en contacto con Yavé, a quien informa de las difíciles circunstancias por las que atraviesa el pueblo. Y tal y como Moisés intuía, el Señor de la Gloria tiene la solución.

Ahora, aquel que disponga de un ejemplar del Pentateuco, debería leer íntegramente el capítulo dieciséis del libro del Éxodo.

Mi ingenuidad y yo vamos a suponer que los lectores, haciendo caso de mi recomendación −algo que yo no he dudado que harían−, se han abalanzado sobre su ejemplar de la Biblia y han leído con auténtica avidez ese capítulo dieciséis. Por lo tanto, ya podemos hacer una mesa redonda –o mejor, una docta tertulia−, y así comentarlo e intentar una interpretación coherente.

El asunto, tal y como consta en los textos bíblicos, está bastante claro; aunque, tal vez, si lo expresamos con otras palabras menos afortunadas pero de más fácil comprensión y, si adaptamos un poco aquel lenguaje al que utilizamos en nuestros días, posiblemente consigamos terminar de entender el verdadero contenido y significado de ese capítulo.

Yavé reconoce que aquella muchedumbre tiene una buena parte de razón. Se les ha llevado hasta allí y, al menos por algún tiempo, se les debe proporcionar agua y pan. El tema, además, no admite demora; y él, por supuesto, tiene la solución.

La Gloria, con sus potentes motores generadores de viento abate y deposita en tierra una inmensa bandada de codornices, que cubren varias hectáreas de desierto en los alrededores del campamento. Aquel día y los siguientes, los hebreos se ponen hasta las cejas de comer pájaros. Pero aquella iniciativa, aquella primera resolución, es muy provisional, y como ya se debía decir entonces: esto es pan para hoy y hambre para mañana. Yavé se debe ocupar de la supervivencia de aquel pueblo de una forma más organizada, más constante y un poco menos pintoresca.

Nota: Esto de los potentes motores generadores de viento no está mal; pero, y como una alternativa menos aparatosa, no deberíamos olvidar que aquellos hebreos-egipcios eran unos artistas poniendo redes para atrapar aves. Y, si unos profesionales de las redes pajareras, que han aprendido el oficio en los cañaverales del Nilo, han sido instalados en las proximidades de un parque natural −recordemos el enclave del campamento hebreo que se ha propuesto en la introducción de esta segunda parte−, pues…, pues ya está; resultado: Ave que vuela, a la cazuela.

Ahora, repasemos juntos algunos de esos versículos que el lector acaba de devorar en su ejemplar de la Biblia.

Éx. 16, 10: Mientras hablaba Arón a toda la asamblea de los hijos de Israel, se volvieron éstos de cara al desierto y apareció la Gloria de Yavé en la nube.

Ya tenemos una posible solución: Un puente aéreo.

Existen al menos dos maneras para aprovisionar de alimentos a una muchedumbre:

Primera: Obteniendo los víveres ya elaborados.

Segunda: Consiguiendo o fabricando “in situ” los productos que se van a consumir.

Y si bien es verdad que resulta difícil imaginar a Yavé trabajando en una fábrica de pasta con miel, tampoco es fácil admitir que todos los días fuese a la compra. De cualquier manera, sea cual sea el sistema, los comestibles deberán ser transportados y distribuidos en las inmediaciones del campamento.

Éx. 16, 4: Voy a haceros llover comida del cielo.

Éx. 16, 7: A la mañana veréis la Gloria de Yavé.

Éx. 16, 8: Tendréis pan a saciedad.

Y efectivamente, la Gloria hace llover comida del cielo y trae pan a saciedad.

Éx. 16, 13: A la mañana había en todo el campo una capa de rocío.

Éx. 16, 14: Cuando el rocío se evaporó, quedaron granos como de escarcha.

Éx. 16, 21: Todas las mañanas recogían el maná y cuando el sol dejaba sentir sus ardores, se liquidaba. (Se hacía líquido, se derretía)

Éx. 16, 23: ...Todo lo que tengáis que cocer, cocedlo y todo lo que tengáis que hervir, hervidlo.

Éx. 16, 31: Los israelitas llamaban a este alimento maná. Era parecido a la semilla del cilantro, blanco, y su sabor como torta de miel.

Se debe poner una especial atención en palabras tales como rocío, evaporación, se liquidaba (se hacía líquido), escarcha y derretir. Son vocablos, que además de tener mucha relación con el frío y los procesos de condensación, traen a nuestra mente algo que es de inapreciable valor en un desierto: el agua. Y tampoco debemos olvidar, que lo recogían por la mañana antes de que calentase el sol, y que después se derretía.

Núm. 11, 6-9: El maná era parecido a la semilla del cilantro, blanco, y tenía un sabor como de torta de harina de trigo amasada con miel. Se esparcía el pueblo para recogerlo, y lo molían en molinos o lo majaban en morteros, y cociéndolo en una caldera, hacían de él tortas, que tenían un sabor como de pasta amasada con aceite.

Recordemos: Éx. 16, 21: ...y cuando el sol dejaba sentir sus ardores, el resto se liquidaba.

Nadie duda, y si lo hace no debería hacerlo, que tal y como consta en el versículo veintiuno de Éxodo catorce, esa nave estelar de Yavé estaba capacitada para generar vientos cálidos. Pues bien, de la misma forma, estaría dotada de una tecnología suficiente para realizar una operación frigorífica.

Pero, con independencia de altas tecnologías, deberemos recordar que en el desierto del Sinaí, y esto debe tenerse bien presente, durante la noche hace bastante frío, y no es extraño que la temperatura descienda hasta cerca de los cero grados centígrados. En esas condiciones, la humedad del aire se condensa en gotas de rocío, y el rocío no es otra cosa sino agua.

El pueblo sólo tenía que salir a primera hora del día, recoger en artesas aquella especie de pasta-masa impregnada de rocío −mejor diríamos rociada de rocío−, y cuando el calor arreciaba, filtrar el agua a otro recipiente y dejar secar la masa sólida. Con esta operación obtenían una pasta que se amasaba para hacer pan, y con el rocío o la escarcha, conseguían el agua.

Según consta en el versículo dieciséis, era un ómer por cabeza lo que debían recoger −esta cantidad suponía algo menos de un litro y medio para cada uno−. Sin duda, es sólo una mínima ración de supervivencia.


UN ALIMENTO DESCONOCIDO Y DESPACHADO CON RECETA (8*4)


Y, después de beber un vaso de fresquita agua de rocío, y, puesto que estamos hablando de comida, propongo unas preguntas muy provechosas:

¿Dónde obtenía Yavé ese exquisito alimento? ¿Qué era el delicioso maná? ¿Era una sustancia silvestre o, tal y como he apuntado antes, el maná era un producto elaborado por Yavé?

Como potencial respuesta, admitimos que Yavé se dedicase a obtener productos comestibles para los hebreos, y que después los transportaba hasta el Sinaí. Tenemos que saber que en el mismo Sinaí abunda un arbusto llamado tarfa (Tamarix Mannifera) que rezuma una sustancia comestible de gusto a miel. Y también debemos saber que en Turquía crece, aunque crezca poco pues es de poca alzada, un arbusto espinoso llamado alhagi que segrega una sustancia análoga a la miel, que se recoge cristalizada en vasijas de barro durante la noche, y que tiene forma de granos rojizos. Esta sustancia se utiliza como alimento. Adviertan: es granulado, es dulzón, se puede moler y cocer en pasta. Y puesto que es un alimento que aparentemente muestra las características del maná, podemos admitir que Yavé recogiese ese producto en la región de Turquía y luego lo transportaba y depositaba en el Sinaí. Es posible, y si lo intentamos podemos admitirlo, pero a mí todo esto me parece un poco forzado. A menos que…, a menos que ese alhagi, o cualquier otra semilla, gozase de unas propiedades que le hicieran muy recomendable. De no ser así, si aquello no era más que un alimento, no me resulta fácil imaginar ese trajín de Yavé; sobre todo, si tenemos en cuenta que el granero del mundo antiguo, que por aquellos tiempos era Egipto, se encontraba a tiro de piedra.

Por otra parte, y ahora les ruego su atención, en los textos bíblicos nos encontramos con un par de indicaciones que nos obligan a meditar sobre ellas y que deberíamos tener muy en cuenta. Ese par de acotaciones resultan un buen indicio que nos permite suponer, y casi nos está obligando a reconocer, que alguno de los componente del maná pudiera ser un producto de laboratorio.

Primera. Con independencia de plantas, líquenes, algas y algunas otras sustancias, la realidad incuestionable es que el maná era un alimento desconocido para aquellos hombres. Su extrañeza y la pregunta ¿esto qué es?, así lo demuestran. Además, esta confirmación de alimento nuevo y extraño, la encontramos en los siguientes versículos... te alimentó con el maná, que no conocieron tus padres (Dt. 8, 3). Para mí resulta casi inconcebible esto de un alimento desconocido. Debemos tener en cuenta, que aquellas gentes, en aquellos tiempos, sabían reconocer a la perfección todo lo que fuera comestible. La necesidad y el imperativo del hambre les habían obligado a ello. Gentes que comían saltamontes (Lev. 11,22), no hubiesen pasado por alto la posibilidad de compensar su carestía de alimentos mediante una planta silvestre. Por lo tanto, si aquel alimento les resultaba desconocido, era por la sencilla razón de que no existía. Al menos no existía por allí. Y resulta, que si era tarfa, se daba allí mismo, en el Sinaí, y si era alhagi, se encontraba en las tierras de lo que ahora es Turquía; y para una tribu nómada, se puede decir que estaba a tiro de arco de Canán. Abraham, por ejemplo, cuando se hallaba en Harán, estaba muy cerca de Turquía; tan cerca, tan cerca, que estaba en Turquía.

Nota: Cuando Moisés afirma que el maná era un alimento desconocido, no quiere decir que antes no existiese en algún otro lugar inaccesible para aquellas gentes. Moisés sólo ha quiere indicar que “ellos no lo conocían”. Y recordemos que, por ejemplo, la patata, el girasol y algún otro alimento típicamente andino, como la QUINOA, tampoco entraban en la cesta de la compra de los moradores de oriente medio.

Segunda. Además de ser un alimento desconocido, deberemos admitir y reconocer que ese producto se “despacha” dosificado. Cada hebreo tendrá su ración. No podrán tomar ni un poco más ni un poco menos; y además, con una periodicidad diaria, y con la advertencia de que caduca a las veinticuatro horas. Utilizando las palabras tópicas, un médico lo recetaría así:

“De este maná, después de retirar el rocío, me toman ustedes todos los días un ómer por cabeza; no me dejan nada para el día siguiente; y, por favor, nunca me coman de la ración del día anterior”.

¿Alguien se ha preguntado el motivo por el que Yavé suministraba el maná día a día? A nadie, que no fuese un defensor a ultranza del consumo de productos frescos, le hubiese extrañado que se realizase el abastecimiento una sola vez a la semana. A menos que…, a menos que, como veremos en el capítulo siguiente, Yavé y sus ángeles tuviesen un especial recelo contra los procesos de fermentación.

Por estas dos razones –alimento desconocido y despachado con receta−, si se me permite, y no dudo que cuento con su permiso, me inclino a mantener mi teoría de que aquella masa-papilla empapada en rocío, y conocida como maná, era un producto elaborado en la nave ––al menos una parte de sus componentes––, y que, además de servir como indudable sustento o complemento para una dieta, tenía también una beneficiosa utilidad como medicamento o prevención contra una presente –presente de aquel entonces–, o contra una futura enfermedad o carencia física.

Yavé gozaba de un poder inmenso, y en esas condiciones, podía haber abastecido al pueblo elegido con algún otro alimento. Debemos reconocer, aunque sólo sea porque así lo hacen constar los mismos hebreos en sus quejas en Núm. 11, 4-6, que aquel régimen alimenticio no resultaba muy apetecible. Y, no obstante, día tras día, Yavé insiste en ese mismo menú. ¿Qué utilidad obtenía Yavé por el hecho de que el pueblo recibiese fresco y del día una dosis de racionamiento del maná? ¿Cuál era la prueba que esa rutina apartaba?

He mencionado la palabra prueba, porque, obsérvese, que tanto en Éx. 16 como en Dt. 8, dos secciones en las que se trata del maná, se hace constar el verbo probar. En el capítulo siguiente trataremos con una cierta extensión sobre este asunto de las pruebas. Pero aquí, anticipándome a ese capítulo, deseo intercalar una nueva llamada de atención que, en mi opinión constituye uno más de los refuerzos de mi teoría, cuando afirmo que los Señores del Cosmos únicamente pretendieron ayudar a los hombres.

En Éx. 16, 32, Moisés nos dice: “Yavé ha ordenado que se llene un ómer de maná para conservarlo y que puedan ver nuestros descendientes el pan con que yo os he alimentado en el desierto cuando os saqué de la tierra de Egipto”.

Por supuesto que Yavé no ordenó guardar un ómer de maná ya elaborado y dispuesto para ser consumido; pero sí mostró su deseo de que, en una vasija, quedase recogida una cierta cantidad de semillas de una planta −parecida a la semilla del cilantro−, que resultaba sumamente beneficiosa para la salud y alimentación de los hijos del hombre. Era un producto que se molía o majaba, se amasaba, se cocía y se comía como una pasta de pan. En los versículos 33 y 34 existe mucho folclore levita pero, sin duda, Yavé, y como práctica invitación, nos dejó una muestra de un beneficioso producto muy útil como sano alimento.

¿Cuánto tiempo duró este abastecimiento?

Ni un día más de los que Yavé estuvo en nuestro planeta. Y tal y como yo interpreto que sucedió, Yavé se marchó de aquí, cuando, pocos días después de terminado todo el mobiliario del tabernáculo, se levantó el campamento del Sinaí al pie de la montaña. En ese momento se suspendió el suministro y, por lo tanto se acabó el maná. Al menos, la parte medicinal de ese alimento-medicamento que les fue proporcionado a los israelitas durante casi un año.

De todas formas, en este asunto de la obtención de alimentos, me refiero a comida normal, y no estoy hablando del maná, deberíamos recordar, que según consta en Éx. 24,11 y 32, 6, en alguna ocasión, disfrutando de un merecido alivio a la severa dieta suministrada en forma de papilla, los hebreos comen, beben, e incluso bailan. Y por otra parte, se debería meditar con una pizca de detenimiento, en estos cinco argumentos:

Primero. Cuando el pueblo llega al monte de Horeb tiene cubierta su necesidad más apremiante: el agua.

Segundo. Los egipcios tienen trigo y todo tipo de alimentos.

Tercero. El pueblo de Israel tiene oro y plata.

Cuarto. Los egipcios saben que Israel tiene oro y plata.

Quinto. Navegando de oeste a este los treinta kilómetros de anchura del Golfo de Suez, el suministro de alimentos procedentes de Egipto se realizaría en dos o tres días.

En esas circunstancias, y sin efectuar ningún alarde de interpretación, deberíamos admitir que aquellos astutos y diligentes mercaderes egipcios, en una lógica logística, tendrían pactado con los hebreos un abastecimiento regular de municiones de boca, y, por lo tanto, debemos preguntarnos: Estando servidos de comida, si no es como agua y medicina, ¿para qué “cuño” necesita el pueblo de Israel un alimento como el maná? Un “manjar” que ni siquiera les gusta.

¿Para qué va a ser? ¿Acaso no consta la respuesta en el Éx. 16, 4?

Ese potaje-papilla era suministrado para ponerle a “prueba”.

A prueba, ¿para qué?

¡Sabe Dios!


RESUMEN DEL CAPÍTULO VIII

El pueblo hebreo, en su éxodo por los desiertos del Sinaí, padece sed, hambre y carencias físicas. Yavé proporciona la solución. El maná era un alimento-medicina con base en una semilla hidratada y enriquecida por Yavé.

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